Die Klamurke Belletristik

Biana

Una historia de bandidos con final incierto

Seguramente, Krückh habría encontrado una salida a la situación.

Porque Krückh siempre encontraba una salida.

Cuando quería.

Pero esta vez no quiso.

—¿Para qué quiero encontrar una salida? —pensó Krückh—. ¡Si la situatión promete mucho más no buscándole salida!

Los bandidos ataron a Biana y la metieron en un saco.

En el momento en que los bandidos la cogieron, ella chilló sorprendida “¡Eh!” y mientras la ataban les había gritado:

— ¡¿Pero qué estáis haciendo?!

Cuando la metieron en el saco, se retorció un poco y dijo:

—¡Estáis locos!

Si hubiera gritado de verdad y se hubiera defendido, Krückh seguro que habría hecho algo. Porque tenía un corazón blando y siempre ayudaba cuando veía a alguien sufriendo. Pero no tenía la impresión de que Biana estuviera sufriendo mucho por lo que hacían con ella. Seguramente, en caso contrario ella habría gritado más fuerte y se habría defendido y tal vez incluso hubiera arañado la cara a los tipos con sus largas uñas. Krückh recordó que diez años atrás ella arañaba a cualquiera que le daba la gana, con pasión y maestría, y eso que entonces no tenía aún las uñas tan largas como ahora. Aunque a él nunca lo había arañado porque él entonces ya tenía ventiséis años y era para ella, que sólo tenía ocho, una persona a la que se debía respeto y no se debía arañar. En cambio, varias veces le había atado latas vacías al coche; Krückh se acordaba aún hoy del ruido que hacía aquello. Para él, ella entonces era una niña vecina malcriada que él mandaba al diablo de todo corazón.

Pero de eso hacía mucho...

Cuando los bandidos la metían en el saco, se le subió la falda y él vio que tenía las piernas extraordinariamente bonitas. Eso le causó una impresión muy fuerte que desdibujaba casi por completo los recuerdos que le quedaban, en algunos recovecos de la memoria, de aquella vecinita que arañaba a la gente y ataba latas a los coches.

Mientras ataban a Biana y la metían en el saco, otro bandido muy bajo y muy flaco amenazaba a Krückh con un cuchillo grande. Tenía una pinta realmente cómica, despatarrado y al parecer creyendo que tenía en jaque a Krückh con el cuchillo. Krückh pensó que no tendría problemas en quitarle el cuchillo al bandido y dominarlo junto a sus compinches, porque era especialista en artes marciales asiáticas. Se divirtió imaginándose con qué maniobras podrían aprovecharse los incontables puntos flacos que los inexpertos bandidos mostraban, para inclinar la situación a su favor. Lo que pasaba era que no estaba seguro de si tal aprovechamiento de sus flaquezas resultaría realmente favorable para sus intereses y si al intervenir no cambiaría quizás el curso de los acontecimientos, altamente interesantes. Y mucho más que las flaquezas que el bandido mostraba, le interesaban las piernas desnudas de su acompañante. Como ella misma, siendo la afectada principal, no parecía escandalizarse demasiado por lo sucedido, decidió demorar su intervención al máximo o incluso no hacer nada si era posible. Los bandidos resultaban tan torpes que tenía pleno control de la situación y podía decidir libremente.

Dos bandidos, que eran muy bajos y muy gordos y parecían gemelos, sujetaban el extremo superior del saco, mientras un tercer bandido, que era muy largo y muy flaco, lo ataba con una inmensa cuerda. Apenas hubo terminado se escuchó la voz desafiante de Biana desde el interior del saco:

—¿Y por qué no me habéis amordazado?

Eso volvió a traerle a Krückh recuerdos de la niña pecosa que ataba latas a los coches y cometía otras travesuras; la imagen de las piernas al parecer no los había desplazado del todo de su memoria. Pero ahora ella le resultaba simpática.

Los bandidos no contestaron y pusieron unas caras reflexivas.

—¿Por qué quieres que te amordacen? —preguntó Krückh, ya que los bandidos no decían nada.

—Para no gritar —dijo Biana.

—¡Entonces no grites si no quieres gritar, simplemente! —le aconsejó Krückh.

—¡Idiota! —se escuchó desde el saco—. Sigues siendo igual de tonto que entonces, cuando ataba latas a tu coche...

—¿Qué tiene que ver la cuestión de si deben amordazarte con las latas? —preguntó Krückh extrañado.

—Yo qué sé... —respondió Biana—. Pero sí que eres tonto. Vaya imprudencia llevarse a alguien en un saco sin haberlo amordazado, sobre todo si es alguien tan imprevisible como yo.

—Imprevisible sí que eres —afirmó Krückh.

—Figúrate que van andando por la zona peatonal con el saco en el hombro y de repente me pongo a gritar...

—En efecto, podría resultar embarazoso —asintió Krückh.

—Pues eso —dijo Biana.

El bandido del cuchillo se volvió hacia sus compinches.

—Tenéis que amordazarla —dijo—. Si no, nos puede causar problemas.

Krückh ahora podría haber neutralizado al bandido despistado, aun sin artes marciales asiáticas, pero se quedó impasible y solamente dijo:

—¡No dejes de tenerme en jaque!

El bandido volvió a su tarea, agarrando el cuchillo con las dos manos.

—¡Abrid el saco y amordazadla! —mandó inmisericorde.

—¡Con los nudos tan hermosos que he hecho! —se quejó el bandido de la cuerda.

—Tenemos que volver a abrir el saco —insistió el bandido bajo y gordo—. ¿O quieres que se ponga a gritar por allí?

—¡No! —contestó el de la cuerda—. ¡Por Dios que no! Pero he hecho unos nudos tan buenos y fuertes que no consigo deshacerlos.

—¿Por qué no los cortáis? —dijo Krückh.

—¡No te metas! —le espetó el del cuchillo.

—Pero si la del saco es mi acompañante —se justificó Krückh.

—Bueno, ¿y qué?

—¿Me vais a amordazar o no? —sonó la voz desde el saco.

—No consiguen abrir el saco —dijo Krückh.

—¡Que corten la cuerda y después cojan otra! —aconsejó Biana.

—No tenemos otra —dijo compungido el bandido que había cerrado el saco con la cuerda.

—¿Por qué no cogéis las cuerdas con las que me habéis atado?

—Si no te atamos te vuelves a quitar la mordaza. O peor... —dijo el gordito bajo, moviendo la mano en señal de rechazo.

—Si me quito las medias podéis atarme con ellas —dijo Biana—. Las medias sirven para atar y también para amordazar.

—¡Cuánto sabes! —se sorprendió Krückh.

—¡No te metas! —dijo la voz desde el saco.

—¡Volveremos a abrir el saco! —dijo decidido el bandido de la cuerda—. ¿Alguien tiene un cuchillo?

Los bandidos buscaron en sus bolsillos y uno tras otro lo negó con la cabeza.

—No puedo prescindir del mío —dijo el bandido que creía tener en jaque a Krückh.

—Coged el mío —dijo Krückh; metió la mano en el bolsillo y le tiró su auténtica navaja suiza al bandido que había atado el saco.

—Gracias —dijo el bandido. Después de un corte rápido, Biana volvió a encontrarse al aire libre. Los bandidos le soltaron las ataduras. Se frotó las muñecas brevemente y después se subió la falda sin reparos, se soltó las ligas y se quitó las medias coqueta y hábilmente. A continuación se dejó atar dócilmente de nuevo: los pies con una cuerda, las manos con una media y con la segunda media la amordazaron. Krückh vió que los bandidos tampoco tenían ni idea de cómo amordazar a alguien y que la media con la que le habían tapado la boca no le impediría gritar. Pero como Biana no tenía ninguna objeción, él no dijo nada.

Después volvieron a meterla en el saco y el bandido de los nudos hermosos lo ató.

—¿Y qué hacemos con él? —preguntó el flaco del cuchillo y señaló a Krückh.

—Si queréis puedo cargar con el saco —propuso Krückh—. Creo que yo soy más fuerte que vosotros.

Los bandidos no tenían ninguna objeción. Krückh se echó el saco con Biana a la espalda, y ya lo estamos viendo desaparecer de nuestra vista junto a los bandidos.

Qué es lo que pasó después y qué significa todo esto: no lo sabemos. Todo es muy extraño...

(Traducción: Georges Raillard, Pilar Arroyo Navarro)

© Raymond Zoller

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